Del convento servita construido a finales del siglo XVIII se conservan hoy únicamente las ruinas de su iglesia, que estaba dedicada a San Miguel. Es una construcción de mampostería y cantería, de planta rectangular, con tres naves y sus correspondientes cabeceras rectas.
Dado el estado de ruina total del edificio, destaca especialmente la fachada, situada a los pies de las naves, que todavía se mantiene relativamente íntegra. Es una obra de sillería, enmarcada por un gran arco de medio punto con moldura de bocel a la altura de las impostas. Bajo el arco se encuentra la portada propiamente dicha, dividida en dos cuerpos. En el inferior, el arco de medio punto está flanqueado por pilastras en esviaje. Sobre él, se sitúa el entablamento, de base muy movida con una hornacina y un grupo escultórico que representa la Piedad. Como remate, hay un frontón quebrado.
En el interior apenas se conservan los muros perimetrales, algunos fragmentos de bóvedas y varios pilares de separación de las naves. A juzgar por los restos conservados, debió de contar con abundante decoración.
Destaca, junto a la cabecera, en el lado del Evangelio, una capilla cubierta con cúpula, cuyos muros están decorados con bajorrelieves de estuco.
Del conjunto monacal, que debió ocupar una gran extensión de terreno, solo se conservan las ruinas de esta iglesia, que representan aproximadamente el 10% de la superficie total. Junto a la iglesia se abría un enorme claustro que daba acceso a las dependencias más importantes del convento: escuela, botica, portería, carpintería, refectorio y bodega. Se sumaban al conjunto otras dependencia , como cocinas, graneros, cuadras y el huerto con varios gallineros. También contaba con una hospedería junto a una puerta que daba acceso al soportal, espacio cubierto sobre cuatro columnas que permitía dar atención a los pobres.
En su escuela se impartían los cursos de Filosofía y Teología, a los que acudían también seglares. Además, había otra aula de latinidad, asistida por uno de frailes del convento y gratuita, donde acudían los chicos del pueblo, y de algún otro tras la aprobación del alcalde. Entre sus alumnos destacados descuella uno de los obispos de Albarracín, fray José, de la orden de Predicadores.